jueves, 9 de abril de 2020

La desaceleración




Los ajenos

Dicen que este año será el turismo nacional el que ayude a remontar, al menos en parte, la temporada. El turismo nacional, pero ¿quién es ese? el madrileño al que despellejamos por su diáspora a la costa los primeros días de cuarentena, el norteño asustado y contagiado, el sureño dependiente del turismo que tiembla a las puertas de la inevitable debacle económica. Los que esperan pacientemente su ERTE, los que no pueden ser pacientes porque acumulan facturas y se muerden los muñones. También el que tiene miedo, el que ve el contagio en todos lados y pagará por retornar a la vida mucho más de lo que pagó por encerrarse. No sé acerca del turismo, pero del nacional sí sé bastante y en lo último que piensa ahora es en viajar. Diez años son muy poco tiempo para olvidar y perdonar todo. El fantasma de la crisis vuela sobre nuestras cabezas, en círculos como un buitre, preparándose para comerse las sobras del encierro, de la decadencia. Difumina los sueños de días aciagos y plantea, en caso de muchos, un futuro laboral estable como única esperanza. El castillo de naipes de la precariedad se ha desmoronado con el virus y no tenemos margen para remontarlo; bien visto, si consideramos como turista al que no trabaja lo mismo la temporada se apiada de nosotros y nos ayuda a remontar con la ausencia de gastos que provoca su inexistencia. El turismo nacional, dicen. Una vez más nos toca salvarnos a nosotros mismos.

Desde el primer día de cuarentena muchos aplauden religiosamente a las 20.00. Casi todos los que empezaron ese día aún continúan asistiendo a la cita y los que hemos fallado en alguna ocasión rogamos porque nadie se haya dado cuenta. Dicen que ahora eso se evalúa, que si no lo haces y alguno de tus vecinos te detecta comprando de más, saliendo sin evidenciar por qué lo haces, paseando al perro algo más lejos de la cuenta o ,en fin, esas pequeñas ilegalidades en las que algunos incurrimos cada día puede darse el esperpéntico caso de que te denuncien por hacer lo mismo que haces siempre pero sin justificarlo saliendo a aplaudir para hacer ver que estás ahí. Yo, por mi parte, sigo saliendo porque lo necesito. Observar a los demás en sus balcones me hace ser consciente de mi propia pequeñez, relevante a su manera como parte de algo mucho más grande. Formar parte de la comunidad aunque te oprima se está convirtiendo en el credo de estos días. Afortunados los que lo hacen sin saberlo. Díganselo a la vecina del quinto de enfrente, que sale religiosamente a aplaudir cada tarde pero que la emprendió a gritos con nosotros el día de la cacerolada contra el rey, sin que nadie le haya informado de que esas dos manifestaciones podrían ser interpretadas como contradictorias. A mi este tipo de cosas me devuelven la vida y por si acaso sigo saliendo a aplaudir: mejor callar y dar que sospechar que emprenderla a gritos y evidenciarlo. Esa señora no necesita saber que si ella puede aplaudir ahora es por lo que, hace meses, votamos los demás.

En estos días, la aventura de salir a la calle parece ser una oportunidad única para charlar con desconocidos, a pesar de que se recomiende encarecidamente evitarlo. Pero, ataviados con mascarillas caseras, guantes y demás ignominias estéticas, todo el mundo quiere hablar. Preguntan cómo está la familia, hablan de sus condiciones laborales, critican la gestión del gobierno y los breves atisbamientos de actitudes ajenas reprochables que se puedan sacar a la palestra. Respetan la distancia física pero no la emocional, es de todos sabidos que el encierro nos hace más dicharacheros. Entre esas charlas triviales tan necesarias yo escudriño con intensidad los ojos brillantes que asoman sobre las mascarillas, ahora comunicadores principales. Analizo esos ojos desconocidos y me pregunto qué harán en sus casas cuando regresen de este oasis de aire y luz, cuántas horas de televisión verán al día, qué noticias leerán y si se creerán bulos, cadenas y demás despropósito o recibirán la información con mente crítica y la contrastarán. Sonrío ante sus ocurrencias, pero la sonrisa no pasa de mi boca a mis ojos y tras varios intentos asumo que no sirve para nada. Tantos años de plasmar sonrisas comerciales no pueden revertirse en un mes de encierro. Me siento incapaz de incomunicarme con mascarilla y sin abrazos.


Los míos


Por fin he tenido tiempo para hacer esa cosa que tanto gusto de hacer y que jamás me es permitida por los estrechos y acelerados cauces por los que suele circular mi vida cotidiana: ver fotos antiguas. Cuando uno es joven, el concepto de antiguo es relativo, para algunos incluso inmoral, pero para mí se clarifica dentro de unos márgenes sencillos de delimitar. Antiguo es todo aquello que acontece desde que mi autoconciencia como individuo está activa, es decir, desde que tengo uso de razón y comprensión emocional, y se alarga hasta que los elementos hallados pueden ser observados sin el más mínimo poso de nostalgia: eso pasa a denominarse pasado reciente. Observando las diapositivas ancladas en mi caminata por el pasado no puedo sino vanagloriarme de mi suerte: aquellos que están en ellas son, mayoritariamente, los que siguen. Es complicado pasear por el pasado sin que te duela, eso solo puede hacerse cuando has procurado conservar todo lo importante y atesorar aquello que no has podido conservar como el mayor de los regalos. Estos días me reía con mi mejor amiga del estrés comunitario y del comienzo de la edad dorada para las plataformas de videoconferencia y mensajería instantánea; ella lleva cinco años viviendo en Londres y forma parte de mi vida como yo lo formo de la suya. Cuánto nos gustaría enseñarle al resto que al final para estar no hace falta convivir, basta con querer, con tensar con frecuencia la fina cuerda que nos une a los que no viven presentes en nuestra cotidianidad. Observando nuestras fotos no podía sino alegrarme, las perlas más hermosas del pasado son las más escasas pero al final las que permanecen: nos veo en paseos, playas, restaurantes y paisajes pero no en las líneas de esos mensajes diarios que hacen todo eso posible. En nuestro collar se ven las piedras, no la cadena.

En los míos también podemos incluir a todo aquel que se esfuerza por estar presente aunque yo no parezca estarlo demasiado. Aquellos que no me mantienen por costumbre y a los que yo tampoco mantengo y que realmente estaban alejados por falta de tiempo, no de importancia. Si hay alguna sensación equiparable a la de mirar las fotos y luego a tu lado y ver lo mismo es la de retornar a alguien y sentir que no ha habido distancia. La alegría del reencuentro, cuando es genuino, generalmente anula la búsqueda de culpables y si no lo hace no es un reencuentro, es una persecución y es mejor continuar la huída, todo recto y sin mirar atrás.

En el vasto flujo de fotografías hay otros muy míos que también se empeñan en salir con suma frecuencia. Son, en fin, los que sí que forman parte de mi cotidianidad pasada y también la presente, los que palian el estrés y la incertidumbre limpiando, jugando a juegos, viendo vídeos en bucle, siguiendo clases online, compartiendo series. Reflejan los estados de mi alma que yo no manifiesto, la tristeza que no soy capaz de expresar, el desasosiego, la disciplina férrea y el sobrecogimiento. Aplauden conmigo cada día, puntualmente, a las ocho de la tarde. Sin preguntarse por qué incurrimos en prácticas tan poco comunes en nosotros, utilizando esos aplausos a modo de santiguamiento ante los malos espíritus del encierro y la decadencia. Bendita la hora en la que decidimos pasar por esto juntos, era la continuación lógica de una elección mantenida en el tiempo: la de compartir la vida y el espacio con quien te deja ambas cosas más llenas de lo que estaban antes de llegar.


Yo

La supervivencia en cualquier lugar desordenado y caótico dificulta la más simple tarea. Mi cabeza, desde luego, no iba a ser la excepción. Los que me conocen se sorprenden de que habiendo corrido tanto ahora sea capaz de desacelerar de forma más o menos estable. La única forma de evitar que un cuerpo y un cerebro recién frenados funcionen sin explotar por la presión es desmontarlos poco a poco, por piezas y con precisión. Lo primero que desmonté fue la tendencia al exceso: trabajar de más durante tantísimo tiempo me ha hecho creer que esa era la única manera de vivir. Dormir lo mínimo indispensable para soportar el día no es más que el resultado de la disposición mercantilista de nuestro tiempo: cuando no estamos generando estamos consumiendo y esto nos roba hasta lo más elemental, el derecho primigenio. Desde que duermo lo que necesito -no significa esto que lo haga de manera ilimitada- he descubierto que puedo funcionar lentamente y a pesar de todo hacerlo bien, que no necesito llenar cada minuto para demostrarme a mi misma que es un bien precioso. Darse a uno mismo lo que el cuerpo necesita es, también, una señal de respeto. Por lo tanto negárselo es lo contrario, ningunearnos hasta lo imposible nos merma física y emocionalmente. Lo segundo que desmonté fue mi nivel de exigencia: no necesito salir de aquí siendo ni sabiendo más. Respetarme es, también, ser consciente de que no puedo hacerlo todo y no por ello ser menos. Me limito a no degradarme ni a dejarme embaucar por los lodos de la pereza, para mi la inmutabilidad es el más sincero de mis objetivos: me aferro a lo que soy y a mantenerlo, no a lo que quiero ser.

Las expectativas no han tenido cabida en mi confinamiento. Se quedaron fuera junto a todo lo que yo era y junto al mundo que yo conocía, del que yo formaba parte y que ya no será más. Algunos dirán que eso también es expectativa, pero aquel que conoce en profundidad su realidad es capaz de entender que no puede verla dos veces. He descubierto que el silencio me permite observarme a mi y a los demás con una profundidad que hasta ahora me había sido negada. Lo que era fuera, se quedó fuera, junto a las circunstancias temporales que le permitían ser. De nada sirve tratar de comprenderlo ahora, descontextualizado y fuera de lugar. Mi silencio también me arma de empatía: reconociéndolo como propio soy capaz de tolerar el ajeno, incluso de desearlo. Algunas veces esa barrera se rompe y me vuelco, nos volcamos, clarificamos algunos de nuestros miedos en conjunto. Pero la mayoría no se pueden compartir. Erigir mi silencio como bandera debilita mis lazos de comunicación con el exterior, pero los fortalece conmigo misma. Antaño hubiera temido que aquellos que me rodean entendiesen el mutismo por rechazo y sus consecuencias pero hoy comprendo que esa inexactitud no está en mi expresión, está en los ojos del que la observa. Y si hubiera podido paliarlo no lo haré, porque ya no importa. No necesito de lo ajeno para reafirmarme, ahora ya no soy la misma.

Tener todo el tiempo del mundo no significa nada si no se puede disponer de él libremente. Ya venía rumiando la importancia del mío tiempo ha e inculcando a los míos en su arrendamiento como un regalo. En el aislamiento la tendencia es la de estar fuera, precisamente porque no podemos. Volcar fuera lo que hacemos, lo que extrañamos y lo que deseamos en esa puerta al exterior que son las redes sociales. Planear lo que haremos cuando salgamos, siempre en comunidad. Hablar y jugar con los de fuera, en ocasiones solapando a los de dentro que son los que están y con los que tantas veces hemos esgrimido la falta de tiempo como excusa para esperanzar al otro y hacerle creer que en realidad nuestro tiempo es suyo cuando no lo es. Estar dentro con uno mismo es más complejo de lo que esperábamos. Ni hablemos de estar con aquellos que también están dentro con nosotros. Enfrentar la carga de la dependencia ajena es cruel, pero también necesario. El tiempo que no les dedicábamos cuando estábamos fuera no se lo podemos dedicar ahora que estamos dentro, porque no les pertenece. Pero qué difícil es expresarlo cuando podemos aferrarnos a los resquicios de fuera que aún conservan el tranquilizador aroma de la normalidad. Al fin y al cabo siempre es más fácil huir que enfrentarse a la inmensidad del tiempo indomable.

lunes, 25 de marzo de 2019

Carmen

Carmen es una señora que está instalada en la mediana edad como quien se instala en la concepción de un libro añadiéndole prólogo, introducción, epílogo y todo lo que ataña. Dice que cuando una no espera nada de la vida afrontarla con optimismo es la única manera de capturar las oportunidades que te va regalando. Ella hace cosas, ha empezado a hacerlas ahora. Aunque no le salgan bien con la rapidez que le gustaría. Carmen se ríe de mi manera de ver la vida - como una competición a nado en el mar profundo y tormentoso - y me dice que cada cosa que aprendo es un arma nueva que puede que en el futuro me salve del caos. Me provoca cierta ternura su sonrisa. Se le forman simultáneamente arruguitas en los ojos y hoyuelitos en las mejillas, mostrando su ambivalencia vieja-niña que la conforman tal cual es. Eso también me provoca incertidumbre. Me hace preguntarme si yo algún día seré como Carmen y me veré abriendo los ojos a la realidad de la vida cuando ya haya pasado gran parte de ella; lo peor: sin darme cuenta. Creyendo mientras transcurre que estoy haciendo y deshaciendo, escogiendo mis propios caminos, sobreponiéndome a las circunstancias. Y de repente, un día, encontrándome varada en cualquier cambio inesperado sin saber bien como he llegado hasta ahí.

De las pocas peroratas que ella suelta, casi todas son para reafirmar algo que yo he dicho. Carmen no se muestra categórica, es más bien prudente. Jamás me compara con otra gente de mi edad y a menudo me habla como a una mujer que la igualara en vivencias. Un día se encogió de hombros y afirmó que ella no necesitaba hablar mal de otra gente porque su manera de actuar ponía en evidencia todo lo que hacían mal los otros. Desde ese día procuré no hacer ningún juicio de valor en su presencia solo porque no pensase mal de mi. Ella, a cambio, justifica mis accidentes constantes anunciando que solo puede fallar el que hace. Al igual que otra gente saca lo peor de ti, Carmen hace que actuar mal en su presencia te haga sentir culpable sin decir una palabra. Impele a los demás a hacer las cosas bien y por eso me gusta tenerla cerca.

Apuesto a que ella no sabe ni como me llamo.

viernes, 18 de agosto de 2017

A las armas

En días como hoy observo el mundo con una mezcla de estupefacción, incredulidad y, por qué no: lástima. El primer problema que encuentro es aquel que padecemos todos los adictos a la información: la incapacidad de discernir qué es del todo veraz y qué no en momentos de caos y miedo. En medio del ansia por saber topamos con la lentitud -prudente- de las fuentes oficiales. Con el periodismo. El bueno, el malo, el mediocre. Aquel profesional que adelanta información que luego se torna contradictoria, aquel que publica fotografías y vídeos explícitos sin tener en cuenta que pueden llegar a manos de seres queridos que aún no saben del fallecimiento de la víctima. Aquellos que confunden morbo con información; celeridad con eficiencia y, sobre todo, aquellos que olvidan la ética por las prisas. También topamos con el aficionado que por azar estuvo allí en el instante adecuado y viraliza aquello que consiguió grabar o fotografiar en plena crisis; si debió hacer eso u otra cosa es algo que no me corresponde a mi valorar.

No obstante, más allá de los errores periodísticos -que por desgracia siempre son los más visibles en este tipo de situaciones- me preocupan otras cosas; aquellas que propugnan el verdadero caos social y mediático que estamos viviendo: la opinión general accesible a todos gracias a la democratización de la comunicación e información. Aquellos que, como los periodistas, no se encuentran subyugados ante la espada de Damocles de la opinión pública ni tienen la obligación de disculparse por nada de lo que hagan o digan se amparan en la libertad de expresión para ejercer el 'todo vale' parapetados en la atalaya de la superioridad moral más brutal. Son figuras, influyentes o no, que colaboran en la composición del galimatías que es todo los días posteriores a la tragedia y contribuyen a armar a la población con instrumentos peores que las bombas, los fusiles o las camionetas: con miedo y con odio, que son imparables.

El problema es dual y paralelo: por un lado está la necesidad de expresarse o, más bien, la incapacidad de guardar silencio incluso cuando no se tiene nada que decir y por otro lado la obligación inapelable de juzgar al entorno. Estos dos problemas están anclados en una raíz poderosa: la ignorancia; que ha crecido irrigada durante años -qué digo, décadas- por la xenofobia, la intolerancia y, por supuesto, la inseguridad. El batiburrillo de mensajes en redes sociales sería inédito si no fuese un calco de la bilis que se desprende cada vez que nos enfrentamos a una tragedia de esta índole, sobre todo cuando está relacionado con el yihadismo. Aunque en esta ocasión hay algunos ingredientes especiales made in Spain los componentes esenciales siguen siendo los mismos: refugiados, hipocresía, diferentes tratamientos mediáticos y relevancia social dependiendo de la cercanía; comparaciones con otras tragedias, críticas a los que no se pronuncian al respecto, críticas a los que sí lo hacen, críticas a las comparecencias, su contenido, su dilatación (pero nunca a las repercusiones que estas puedan tener). Uso de la tragedia como arma arrojadiza política e ideológica, racismo, exaltación del nacionalismo, bulos y rumores, repulsa a los que difunden información, repulsa a los que hablan de otros temas y un sinfín de ejemplos más que crean un clima de desasosiego casi tan impactante como el atentado en sí.

Por suerte, rebuscando entre la basura también he conseguido encontrar perlas periodísticas, trabajo incansable, actos de generosidad y de agradecimiento, tristeza sincera por el dolor ajeno y otras cosas maravillosas que no considero necesario enumerar, ya que cualquiera que se encuentre sumergido en el panorama social postatentado será capaz de ver y espero que apreciar. Más allá del odio y el terror -justificable en los primeros instantes de inconsciencia en los que la racionalidad es un bien escaso- consigo ver una sociedad que es capaz de fortalecerse y crecer de manera positiva. Todo eso también son armas. No sé si tan accesibles como aquellas irracionales de fácil alcance y amplia expansión que se retroalimentan del dolor y la indignación mal encauzados. Pero sí más poderosas porque son las que elegimos.

jueves, 5 de mayo de 2016

"No lo sé -me contestó- a veces ni siquiera sé si soy real. Entiéndame, no es algo que dependa de mi control perceptivo; ahora mismo estoy sentado aquí, con usted y a cada rato me asalta la duda de haber estado aquí realmente estas últimas 48 horas. No es una pregunta literal, es más bien como cuando uno se despierta a media noche y su mente aún se aferra a las incoherencias del sueño. Es una sensación de irrealidad. Le miro y a veces pienso: ¿quién es usted? ¿cómo hemos acabado aquí? ¿qué sentido tiene esto? y me dejo llevar por la circunstancia. Es como si fuese un ser errante, incompleto, que no termina de estar aquí pero tampoco está allá. Como si me faltase el nexo de unión entre los dos yoes que se mueven en diferentes dimensiones. Mi relación con el entorno es complicada. Los demás me parecen seres simples, autómatas destinados a vagar eternamente como extras en el mundo en el que se desenvuelve mi parte consciente. No, no se equivoque, no los desprecio. Intento comprenderlos y ser parte de la masa difusa, aún cuando mi interior berrea tan alto que me impide centrarme en el contexto físico. Contárselo ahora es una purga, una cura de extrañeza que no me hace sino sentirme más extraño aún. Podría decirle que no me juzgue, que mis palabras tienen un trasfondo intencional que podría perderse malpensando. Pero no lo haré. Adelante, júzgueme, consuélese con mis quimeras. Es usted libre para ello. Desafortunadamente, su interpretación de mis palabras me causa la más absoluta indiferencia. Y oiga, eso sí que puede llegar a ser terrible. Imagínese que me importase. Piense, por un segundo, lo que sería tener que lidiar con sentimientos en este estado de confusión espiritual. Aunque pueda sonarle peregrino, he tratado de aferrarme a ellos en más de una ocasión. Pero no funciona. Creo que mi gran problema es que no los entiendo. Hay algunos que me resultan más sencillos que otros, como la tristeza. Es instintivo, adictivo y no requiere gran esfuerzo mantenerse en un estado constante de infelicidad. Pero hay otros que me resultan muy incómodos. La felicidad obliga a mantener un estado constante de euforia que me resulta incongruente. Y el amor, qué cosa esa. ¿Cómo voy a imitar algo que ni siquiera esos seres básicos que sienten por naturaleza saben qué es en realidad? He experimentado con la afectividad y, por lo que he podido observar, es similar a lo que el resto llama amor. ¿Por qué tratan de confundirlo deliberadamente? ¿Por qué basan su vida en una gran mentira? El amor está sorprendentemente banalizado. Lo tratan como algo natural cuando es impulso y maravilla. Se mienten, se utilizan y mezclan sentimientos racionales con lo único hermoso que les ha sido otorgado de manera natural. Son seres incompletos de manera voluntaria, no porque les ha sido impuesto. Desperdician sus recursos en felicidad finita, sin ser conscientes de ello. Eso, en cierto modo, me consuela. Sienten pero no son mejores que yo por ello. Se vanaglorian de tener sentimientos y ni siquiera saben hacerlo bien".

viernes, 4 de septiembre de 2015

La ciudad irá en ti siempre (I)

Infancia 

Nací en el materno infantil y tardé muchos años en darme cuenta de que no era especial por ello porque si le preguntabas a los demás niños te decían lo mismo. Tampoco había nada especial en mi nacimiento, ni me adelanté ni llegué demasiado tarde aunque tuvieron que sacarme con fórceps y aún así fue normal. De gatear pasé a correr y me golpeaba tan fuerte que el dolor me dejaba muda y no podía llorar. Aprendí a leer en una guardería cuyo nombre no recuerdo pero a la que sabría situar sin rechistar aún ahora en un callejero de El Palo. Al principio mis padres me llevaban por el paseo marítimo en el asiento trasero de la bici, luego mi madre se compró una moto y mi momento favorito de la semana eran los domingos de desayunar churros con chocolate en un videoclub-cafetería después de misa. También aprendí a patinar en la pista de baloncesto del paseo marítimo, bajo la máxima de no poner las manos al caerme porque podrían romperse y el culo no. El Telepizza que hacía esquina era un premio, igual que el parque de bolas que significaba cumpleaños y que cerraron hace tanto que casi ni lo recuerdo. Me crié en Pedregalejo sin hacer castillos de arena como los niños de las demás playas. Yo jugaba en los espigones, llenando orgullosamente mi cubo de erizos con los que pretendía montar mi propio chiringuito, como alternativa a las barcas de espetos que (además de detestar las sardinas) me parecían ruidosas y extravagantes. Huelga decir que luego mi madre nunca me los dejaba llevar a casa. Todos los dieciseis de julio veíamos entrar en el agua a la Virgen del Carmen y nos mojábamos los pies y comíamos pescaito. Si me comportaba podía montarme en una atracción o dos de las de la feria. Luego nació mi hermana y ese día fue para siempre el suyo. 

En casa teníamos una azotea en la que habíamos pintado un árbol y un sol amarillo y en las tardes de verano era el último sitio que se iluminaba antes de que todo se oscureciera dando la impresión de que el que brillaba era el sol de la pared y no su homólogo. Me pasé una parte de la infancia intentarlo retenerlo con frascos de cristal, espejos e incluso con redes. De haber tenido una cámara de fotos me hubiera ahorrado la decepción de mis intentos fallidos. Cuando descubrí que no funcionaba me centré en el limonero y las enredaderas del patio delantero. O quizá era un melocotonero, no lo recuerdo demasiado bien. Las enredaderas sí que estaban. Enterraba cosas, para mi sumamente valiosas, en los terrarios intentando que crecieran o  que alguien las descubriera pasados unos años cual tesoro. Siempre las descubría mi madre y las acababa tirando después de una bronca, pero yo no cejaba en mi empeño. Mi madre también me pintaba los zapatos; en aquella época en la que para mi Victoria eran zapatillas de lona y no una marca de cerveza. Tenía el colegio a cinco minutos y en otoño había tantas hojas por el suelo que jugaba a no pisar ninguna en el camino y casi nunca ganaba. Siempre que llovía llegaba tarde y me tiraba hasta el recreo con los zapatos húmedos pensando que los niños que iban con botas de agua eran unos impertinentes, cuando a mi no me dejaban amañar de ningún modo el uniforme. Los días de excursión eran días de tortilla de patatas y de vestir a nuestra manera y podían planearse durante semanas. Por las tardes iba al conservatorio de mi barrio, que de día era un colegio público y en cuanto se vaciaba, apartaban los pianos y los atriles de las paredes y lo llenaban de música (luego se mudó a uno más grande y yo con él).

Semana Blanca era la semana de la libertad, en la que los padres trabajaban y podíamos ver los dibujitos todas las mañanas. El día de Andalucía era el de comer pan con aceite y sal y  chocolate aguado. Descubrí la magia de la Semana Santa tan temprano que se me gastó pronto; jamás conseguí acabar una bola de cera porque las perdía de un año para otro y tenía que volver a rehacerlas a partir de papel de aluminio. Ya entonces me parecía demasiado ruidosa y masificada, pero todo merecía la pena con tal de comer algodón de azúcar y manzana de caramelo. En una ocasión comí tanta que vomité y no he sido capaz de volver a probarla. Nunca he vuelto a vivir algo con tanta anticipación como los fines de semana con mi padre que significaban pesca, picnics en el parque del oeste y aprender a meter las marchas en el coche. Un domingo al mes iba al cine matinal de los domingos al Rosaleda y luego a comer al McDonald y si en la vuelta a casa mis abuelos me compraban chuches en un quiosco era la mas feliz del mundo.  Los años se deslizaron perezosamente y haciéndome cosquillas en la cara como el sol en invierno y la pequeña fortaleza que era para mi Málaga Este dejo de ser la mía. Cambié de barrio. 


lunes, 11 de mayo de 2015

Te jodes y pagas









Empezar diciendo que nunca me ha gustado el fútbol podría restarme credibilidad en todo lo que queda de post, pero así es. Pertenezco a ese colectivo de gente que desconoce de forma más o menos general todo aquello que no atañe al equipo de su ciudad o a los indigestos Madrid y Barcelona, presentes en todos los hogares a la hora del almuerzo. En mi casa siempre comíamos demasiado tarde y cuando pillábamos las noticias deportivas el único que ponía algo de interés en lo que se decía era mi padre, mascullando cosas como 'esos no valen nada' y 'son todos unos sinvergüenzas'. Mi padre piensa por norma general que todos los que salen en televisión son unos sinvergüenzas: empezando por los futbolistas y terminando por colaboradores de programas y políticos en su mayoría. Una enseñanza parcial y poco profunda con la que, no obstante, después de mucho informarme y razonar al respecto sigo estando completamente de acuerdo.

También he ido creciendo con los niños de mi barrio y como todo grupo de amigos de barrio el punto central de conversación ha sido siempre el equipo de nuestra ciudad. En mi caso, el Málaga, equipo que he llegado a seguir y a apoyar en ciertas ocasiones; de lo cual me siento orgullosa. Puede que verlos perder no me quite el sueño pero sí que cuando han ganado, me he entusiasmado irracionalmente contagiada de la alegría general. Podríamos decir que más que el equipo, es la ciudad. Vi un partido en el campo por primera vez hace unos meses y me encantó, he visto cientos de partidos en la televisión y he sido capaz de aguantar unos cuantos sin aburrirme en absoluto. Salí a celebrarlo cuando España ganó el mundial. Y después la Eurocopa. Vi casi todos los partidos y me lo pasé bien.

También he despotricado otras tantas veces de la saturación constante de medios de comunicación y redes sociales por culpa de los malditos partidos. No me parece hipócrita comentar un partido habiendo miles de cosas más importantes de las que quejarse pero tampoco entiendo a aquellos que sufren por perder una liga y no por la constante decepción que supone ver el resto de las noticias. Respeto el fútbol, como hago con la mayoría de las cosas que implican una creencia, un sentimiento para un grupo más o menos grande de gente. En parte porque me he acostumbrado a ello desde pequeña y en parte porque me resisto a pensar que la gente en su mayoría es idiota. No voy a pasarme la vida indignada porque 'sea una cortina de humo' o 'los futbolistas cobren más en una semana que una persona media en un año entero'. No es asunto mío y no soy yo la que hace cola durante horas para pagar por un abono de temporada y se gasta dinero constantemente en diversas muestras de apoyo; así que dolerme me duele poquito.

Ahora, por lo que leo, todo el conglomerado de asociaciones, clubes y demás, entre los que no hago distinción porque no sabría que barómetros aplicar a cada uno, decide irse a la huelga tras la aprobación de un Real-Decreto que regula la venta de derechos televisivos. Investigando un poco he averiguado que los equipos de las tres primeras divisiones deben más de 500 millones de euros a hacienda y que están sometidos a 'mucha presión fiscal' individual y colectivamente. Algunos dicen que ese es el problema de verdad y que a los futbolistas se las trae un poco al pairo el Real-Decreto: lo que no quieren es pagar más impuestos ni que Hacienda siga entrometiéndose en sus pequeñas-grandes empresas particulares y demás. Qué risa. En los pasados meses, apelaron a cambios en la reforma fiscal que fueron ignorados completamente por Miguel Ferre, Secretario de Estado de Hacienda. Con lo que tiene que costar que ese señor lea una carta como para exigirle que cambie una ley hecha por ellos mismos.


No puedo hablar de fútbol porque no sé, así que hablaré de algo que me suena algo más: según la Agencia Tributaria las inspecciones a los futbolistas se producen con el mismo criterio que al resto de ciudadanos. Partiendo de la base de que el susodicho resto de ciudadanos no cobra por derechos de imagen, resulta irónico pensar que se sigue el mismo criterio con los futbolistas, cuando estos tributan sus derechos de imagen a través de sociedades para reducir la factura fiscal y no les pasa nada. Tampoco veo igualdad de criterios en los embargos a las empresas con deudas; el año pasado Iker Casillas pagaba dos millones de euros a Hacienda después de una inspección tras "un ajuste con discrepancias en la interpretación de la normativa" y, por supuesto, sin ningún tipo de sanción económica derivada del tratamiento fiscal erróneo a determinados ingresos. ¿Eso pasa en un negocio cuyo propietario sea un empresario medio? Incluso ahora que se están levantando a actas a futbolistas de alto nivel por el 15% de sus ingresos que cotizan a un tipo menor por el impuesto de sociedades el criterio en las inspecciones no se puede comparar con ningún otro; pagan menos, se libran de las multas y encima se quejan.

No sé cuánto de verdad hay en esta huelga ni si va a durar, tampoco sé a ciencia cierta si va a llegar hasta el final: está claro que los únicos que tienen algo que perder son ellos y sus seguidores: unos el apoyo y otros el entretenimiento. Lo único que sé es que si Montoro se echa para atrás por las presiones y las quejas de los futbolistas en víspera de elecciones, además de incompetente estaría dejando claro que la corrupción no solo se tapa, si no que se aprueba. Y eso es mucho más de lo que algunos van a tolerar. Como diría Rajoy: sé fuerte, Cristóbal.



martes, 5 de mayo de 2015

The real thoughts

Los martes por la mañana me despertaba sintiéndome como Edna Pontellier en The Awakening un día cualquiera. Tomando conciencia de mis obligaciones mientras la cama me reclamaba con la fuerte insistencia de la tradición. Las pupilas dilatadas, el cuerpo pesado y el cuello rígido regados con ingentes dosis de cafeína. Café negro, sin leche. Dos sobres de edulcorante y unas zapatillas deportivas mal atadas. Puerta.

El tranvía que nunca llegaba a su hora pero tampoco lo suficientemente tarde como para no dejarme caer en clase con relativa puntualidad. Siempre demasiado temprano para estar ya vivo. Otra interminable hora y media de delirios febriles como los del Harry de Hemingway en los que cada prosa se desgranaba en cientos de palabras repetidas hasta perder el sentido. La agonía y los minutos pasando como la muerte final. Metáforas imposibles, caracteres complejos y vulgaridad tallada en arte, como Lolita . Datos que absorbía entre cabezada y cabezada mirando con desinterés las diapositivas que pretendían engrandecer la historia, ajenas a nuestra pasividad.

En la tarima, el profesor. Leyendo en voz alta fragmentos del Gran Gatsby , levantando la mirada de la hoja para exigirnos ese brillo de inteligencia, de comprensión. Inagotable. Intentándolo una vez y otra, aunque nosotros nos limitásemos a dormitar. Abriendo en canal a los personajes sobre su mesa e invitándonos a saborear las entrañas. Dejando caer las manos derrotadas por unos segundos para comenzar otra vez con una nueva frase. Yo lo miraba con lástima, impotente ante sus esfuerzos nada productivos. ¿Cómo podía seguir intentando explicar los colores a los ciegos y la música a los sordos?

En particular, yo pertenecía a este último grupo. Miraba pero no quería escuchar. Los ensayos me aburrían en sobremanera y consideraba que las novelas necesitaban cierta intimidad; imposible de alcanzar en una clase llena, aunque fuera de ciegos. Así que leía y obviaba los demás estímulos. Pero ah, la poesía. Estaba hecha por y para el público; incluso para el que no la entendía. Todo lo que está escrito no tiene más sentido que ser leído por otro; pero la poesía incluso más. Necesita que la aprueben y la adulen para tener razón de ser.

Yo acariciaba las sílabas de los poemas entre lengua y paladar, ordenando las mejores frases a mi antojo y creando nuevas estrofas inconexas pero con sentido; emulando a Cunnings pero bien, porque, ¿cómo vas a querer aquello que no comprendes? Y qué pasión. Leer poesía en inglés me parecía mil veces más delicioso que en mi propio idioma, en el que, según qué y quién se me antojaba completamente insoportable. Y mucho más difícil. Aún tenía clavada la espina de aquel poemario tan estúpido de Baudelaire que me irritaba con solo recordarlo. ¿Quién necesitaba el simbolismo con lo bonitas que eran las palabras?

Leía a Williams y me dolía el pecho de andar por la nieve a oscuras. Me veía por encima de la filosofía de Locke y me daba rabia no saber. Quería comprender más. Abarcar más. Y cuanto más quería más rápido me cansaba. Había abandonado la musicalidad por el sentido y no me arrepentía, al menos hasta que volvía a ser martes por la mañana ¿Qué era eso de morirse sin conocerlo todo?